El descubrimiento, la conquista o la colonización de América no fue tarea de héroes ni de santos
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Entre las polémicas más tediosas del lustro –en realidad, secular, como de plantilla–, figura como una de las señeras por derecho propio la pelea a última sangre entre imperiófobos e imperiófilos, o sea, entre alimentadores de la leyenda negra antiespañola y sus contrapartes, los nutricios de la leyenda blanca, o rosa, a elegir.
Éramos muchos, pero en 2019 parió la abuela, el expresidente de México Andrés Manuel López Obrador, “Cabecita de Algodón”, quien, tras reducir drásticamente los presupuestos destinados a los indígenas mexicas, y más aún los específicos de las mujeres, los compensó escribiendo al rey de España en demanda de una petición de perdón al rey de España. Éste, por lo no visto, juzgó procedente no dar siquiera acuse de recibo a la misiva del bisnieto de abuelos españoles, medio emigrantes, medio exiliados (el abuelo paterno decidió trasladarse a México en 1916 para evitar que sus hijos fueran carne de cañón de las guerras del Rif marroquí). En retaliación, la sucesora de López Obrador, Claudia Sheinbaum, hija de judíos búlgaros huidos de la barbarie nazi, no invitó a Felipe VI a su toma de posesión. ¿Para qué queríamos más? Imperiófobos e imperiófilos otra vez frente a frente.