Persona y personaje

Hay algunas personas que, por su naturaleza, o su disciplina, o sus principios morales, consiguen sobrevivir al terrible estrés del funcionamiento político y se mantienen enteras a pesar de todo ello, pero muchos otros, tal vez la mayoría, se rompen, mueren por dentro, se pudren, y disimulan mientras pueden

A raíz de la carta de Íñigo Errejón, de su renuncia y de las circunstancias que lo han llevado a ella, he estado dándole vueltas no ya a sus posibles culpas sino, sobre todo, a algo muchísimo más amplio y que me preocupa más que su caso concreto. Es evidente, y vaya por delante, que cualquier agresión sexual es una agresión de más, que nadie tiene derecho a forzar a otra persona a cosas que no desea hacer, por muy importante que ese alguien sea en la política nacional, en el mundo del arte, del deporte o cualquier otro ambiente, pero lo que realmente me angustia es que estemos viviendo en una sociedad en la que da la sensación de que, cuando uno llega al más alto nivel político, ya no resulta posible mantenerse limpio, seguir siendo decente, seguir siendo fiel a los principios con los que se empezó una carrera cuyos objetivos eran tan deseables.

Leyendo esa carta da la sensación de que la corrupción moral es invevitable cuando uno se convierte en un político de primera fila. Y eso es lo que me preocupa. Por partida doble, además. Porque, si es cierto que en diez años un hombre joven e idealista se convierte necesariamente en alguien centrado en sí mismo, que tira por la borda la empatía, que consume drogas para subsistir en el ambiente en que vive, que confunde persona con personaje, que agrede sexualmente a una mujer, no podemos permitir que nuestros políticos sirvan más de un periodo, a riesgo de encontrarnos gobernados por ególatras corruptos que no respetan ni siquiera la dignidad personal de sus prójimos y los usan para su desahogo privado, considerándose a sí mismos superiores al resto de la población. Por otro lado, me duele particularmente que se trate de un hombre de izquierdas que se ha pasado diez años trabajando, al menos de palabra, por muchos de los objetivos que yo considero necesarios para toda la población. Con eso me pasa algo parecido a lo que me pasó cuando se hicieron públicos los primeros casos de pederastia en la Iglesia Católica: la violencia sexual siempre es un terrible crimen, pero, cuando la ejerce alguien que se considera representante de Dios en la Tierra y se supone que debe seguir un estricto código moral, la cosa es infinitamente peor.

Todos sabemos que el mundo de la política es sucio y lo curioso es que nos hemos acostumbrado y nos parece inevitable, igual que nos parece natural que en un combate de boxeo haya sangre, narices rotas y ojos morados.

Sé que, al decir esto, voy a sonar terriblemente inocente, pero ¿no podríamos plantearnos un funcionamiento político tranquilo, responsable, en el que cada uno trabaje por conseguir sus objetivos, teniendo en cuenta el bienestar general, sin insultos, drogas, corruptelas, agresiones verbales y sexuales? Parece claro que cuando un político o una política vive en un mundo “de trincheras”, donde lo único importante es ganar, donde hay terribles zancadillas entre los miembros del mismo partido, donde una gran parte de la prensa vive del puro amarillismo (por no hablar de las “tertulias” televisivas), donde cada uno va a la suya y , poco a poco, se va endiosando, va olvidándose de que ha sido elegido por sus votantes para servir al país, no para servirse a sí mismo, ese político acaba siendo un deshecho humano; eso sí, bien vestido, peinado y calzado para que no se le note que por dentro está podrido. 

Hay algunas personas que, por su naturaleza, o su disciplina, o sus principios morales, consiguen sobrevivir al terrible estrés del funcionamiento político y se mantienen enteras a pesar de todo ello, pero muchos otros, tal vez la mayoría, se rompen, mueren por dentro, se pudren, y disimulan mientras pueden para no perder su estatus, sus sueldos, sus privilegios… quizá también, en algunos casos, los principios que les llevaron a entrar en política y que se van difuminando como la niebla al sol. 

Sabemos perfectamente que el estrés destruye y, sin embargo, nos sometemos a esa destrucción porque la consideramos inevitable e incluso la usamos como eximente. La mayor parte de acusados de delitos sexuales en posiciones de gran relevancia social echa la culpa de esos delitos al estrés que sufren. Al parecer, una de las válvulas para luchar contra ese estrés es la humillación de las mujeres de su entorno y la agresión contra ellas, lo que significa -si es verdad- que no hemos avanzado nada en los últimos cinco mil años.

En este tema ya no se trata de izquierdas y derechas. Las agresiones no tienen color ni ideología, por lo que parece.

No solo están atacando a las mujeres, sino que nos están quitando la esperanza a toda la ciudadanía. En eso sí que hemos alcanzado la equidad. Estamos perdiendo la ilusión todos y todas. La población en general -al menos la población que piensa en términos políticos y se preocupa del funcionamiento de la res publica– está empezando (estamos empezando) a abandonar la esperanza de tener algún día un país donde nuestros representantes sean, en su mayoría, personas decentes, leales a sus principios, cumplidores de sus promesas -electorales o privadas-, que paguen sus impuestos, que controlen sus manos y sus genitales, que no se beneficien del dinero público, que den la espalda al nepotismo, que cumplan las leyes que ellos mismos han colaborado a crear, que los “casos aislados” sean de verdad aislados.

Perder la fe en la rectitud del comportamiento social humano es algo muy triste. Y muy peligroso. Es, entre otras cosas, lo que hace que mucha población joven no vaya a votar cuando hay elecciones. Es el famoso “son todos iguales”, que no es cierto pero que, desde algún punto de vista y cuando se ven algunas cosas, puede parecer verdad. Ese es el otro gran problema, junto con la pérdida de la esperanza: que ya no se distingue verdad de mentira, que ni siquiera se busca la verdad, que parece que ya no importa.

¿Cómo vamos a creer en alguien, a apoyarlo, a votarlo, si después resulta que a la vuelta de unos años ese alguien ya no existe (aunque siga saliendo por la tele), porque ha sido sustituido por el personaje que han creado entre todos -los políticos del mismo partido, los asesores, los periodistas, los políticos de otros partidos, los expertos en imagen, en marketing, en redes sociales- para dar el pego y que sigamos votándolo, aunque ya no sea el mismo, ni crea en lo que dice creer, ni actúe como debería?

Es evidente que los seres humanos tendemos a rompernos, y a corrompernos, con el poder, con el dinero, con el halago y la adulación y los privilegios. Esto ya lo sabían los romanos, que colocaban a una persona junto al general victorioso que entraba en triunfo a Roma para que, en voz baja, le repitiera: “Recuerda que eres mortal”. No es que sirviera de mucho. La historia nos cuenta que esos generales seguían creyéndose divinos y actuaban como si fueran dioses, con nefastas consecuencias. Pero ahora ni siquiera lo intentamos. El “recuerda que eres mortal” ha sido sustituido por “Te lo mereces”, por el “Tú lo vales”. Y así nos va.

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