Miles de notificaciones, recibidas a diario por apps de mensajería, de citas, redes sociales o mails de trabajo, nos obligan a adaptar nuestra forma de sentir y comunicarnos. ¿A qué mensajes damos prioridad y cuáles dejamos sin respuesta? ¿Cómo son los vínculos que establecemos a partir de estas conversaciones aceleradas y entrecortadas?
Entrevista – Sarah Jaffe: «Fomentar el amor al trabajo es una forma de hacernos seguir trabajando para que Bezos acumule dinero»
A menudo, los periodistas freelance no recibimos respuesta cuando proponemos un tema. Puede que, simplemente, la persona de la que dependemos en la redacción esté demasiado ocupada para contestar, o que no sea demasiado asertiva y prefiera que su silencio se interprete como un “no”. Pero la mayoría de las veces sucede lo primero: tras unas horas de ansiedad, enseguida se descubre que el silencio no significó que el tema no encajase, sino que, del otro lado, no había un segundo para leer esa propuesta que, tras algo de insistencia, saldrá adelante.
No obstante, peor lo tienen los responsables de comunicación de editoriales y discográficas —aunque sucede en todos los sectores—: muchas veces elaboran correos personalizados que muy raramente el freelance responde. “Pero eso no es nada —podrían añadir a coro las madres postergadas, los amantes desairados, los viejos compañeros de clase, los posibles pasajeros de tu último viaje publicado en Blablacar o ese match de Tinder del que ya no te acuerdas—, a mí hace años que nadie me responde a nada”.
En la era del exceso de información, las notificaciones se acumulan. Ya no es solo ese buzón de entrada de correo electrónico rebosante de mensajes sin leer –hay quien se acostumbra a que se acumulen por miles; quizá sea un rasgo de carácter–, sino que hoy, todos los dispositivos desbordan avisos y recados a través de todas sus aplicaciones, y son muchas.
Algunos de esos mensajes son de carácter comercial o producto de automatismos, pero muchos otros los ha escrito una persona, y no cualquiera: un amigo, un familiar, un jefe, un cliente, un compañero o un subordinado, quizá nuestro médico o un desconocido cuyo piso queremos alquilar. Es imposible atenderlos todos, así que tal saturación implica, necesariamente, establecer un orden y unas prioridades: unas jerarquías. Es decir, consciente o inconscientemente, desde hace algunos años, el ciudadano común ha tenido que elaborar su propia estrategia de comunicación como en tiempos de canales menos inmediatos y de conexiones intermitentes solo tenían que hacerlo las organizaciones complejas como grandes empresas o instituciones públicas.
Desde hace unos años, el ciudadano común ha tenido que elaborar su propia estrategia de comunicación como en tiempos de canales menos inmediatos y de conexiones intermitentes solo tenían que hacerlo las organizaciones complejas
Por supuesto, como la mayoría estamos atados a dispositivos (el mismo teléfono y el mismo ordenador) con los que gestionamos tanto nuestros asuntos personales (y dentro de estos, los más superficiales y los más íntimos) como profesionales, los distintos apartados de nuestras vidas se mezclan, al menos ante nuestros ojos y entre nuestros dedos, con una promiscuidad insólita: ahora contesto al tutor de mi hija, ahora a mi propia jefa o a un ligue olvidado. Y eso, cuando respondemos, porque la sobrecarga hace que siempre sea más cómodo lanzar mensajes a una audiencia potencialmente infinita (un tuit o una foto en un Instagram público), que establecer comunicaciones bidireccionales, más exigentes.
Las interfaces (entendidas como los mecanismos y los límites de las tecnologías que usamos) tienen mucho que ver y es que, si hace más de quince años para chatear a través de MSN Messenger era necesario encender el módem y decidir con quién querías iniciar una conversación –esa persona también debía estar conectada–, y aquello provocó que toda una generación se pusiera de acuerdo para sentarse frente al ordenador justo después de comer, al salir del instituto; ahora no hay un segundo que perder y lo más común es posponer indefinidamente las conversaciones entre dos, tal y como ha sucedido con las llamadas y comienza a pasar con el chateo.
Hubo un tiempo en que el que para chatear había que encender el módem, ver quién más estaba en ese momento ‘online’ y enviar un zumbido para que saludara.
En una de sus conocidas cartas a Milena, Kafka escribió cuánto le preocupaba “la multiplicación de los fantasmas” provocada por la comunicación a distancia e inventos como el correo, el teléfono y la telegrafía sin hilos: “Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas”, se lamentaba. Justo como previó el checo, un siglo más tarde, esos fantasmas son muchos más y más poderosos. En una situación así: ¿Cuáles son los besos que llegan? ¿A qué mensajes damos prioridad y cuáles dejamos sin respuesta? ¿Cómo son los vínculos que establecemos a partir de nuestras conversaciones aceleradas y entrecortadas y de nuestra atención en crisis?
Como la mayoría estamos atados a dispositivos con los que gestionamos tanto nuestros asuntos personales como profesionales, los distintos apartados de nuestras vidas se mezclan con una promiscuidad insólita: ahora contesto al tutor de mi hija, ahora a mi propia jefa o a un ligue olvidado
Cuando la comunicación empresarial y la personal aceleran al mismo ritmo
Solo alguien muy seguro de su posición económica y laboral puede permitirse usar a diario un dumbphone (uno de esos móviles que únicamente pueden enviar y recibir llamadas y SMS). De hecho, existe todo un mercado de estos “teléfonos tontos” de lujo con modelos de más de 500 euros. Es cierto que cualquier Nokia —siguen vendiéndose— de menos de 30 euros contará con exactamente las mismas funciones (se trata de que sean pocas). Pero cualquier diferencia de precio de unos cientos de euros parece pequeña comparada con la devastación que un aparato así podría causar en la vida de un trabajador corriente, alejado de su correo electrónico, del refuerzo de esa ‘marca personal’ en redes de la que depende parte de su trayectoria laboral y, ay, de tantos servicios, cupones y descuentos a los que solo se puede acceder a través de apps.
“La competitividad en un contexto precario dificulta la desconexión. Muchos trabajadores tienen miedo; si el trabajador sabe, o cree que, si no es él el que está conectado, atento al móvil, lo hará otro, es difícil desconectar. Es una inercia impuesta por la estructura: una forma de anular la conciencia colectiva”, explica Tania Brandariz, doctora en periodismo y directora del Máster en Marketing y Publicidad Digital en la Universidad Nebrija. “Si tenemos 20 mensajes sin responder en WhatsApp, es coherente que se caiga en un bucle de acumulación que reduce el interés. Cuando se responda, entonces, se hará de forma automatizada. No podemos dar respuestas medidas, pausadas, sencillamente porque no tenemos tiempo”, continúa la experta.
Si hace 15 años para chatear era necesario encender el módem y decidir con quién iniciar una conversación; ahora no hay un segundo que perder y lo común es posponer indefinidamente las conversaciones entre dos, como ha sucedido con las llamadas y comienza a pasar con el chateo
Sobre el fenómeno de la aceleración, que nos obliga a comprimir cada vez más tareas en periodos de tiempo más pequeños, se ha escrito mucho –por ejemplo, sirve como eje para el pensamiento del filósofo Hartmut Rosa–. Por supuesto, tal como desarrolla Brandariz, esta aceleración también afecta al ámbito de la comunicación: “La forma que tenemos de comunicar en el entorno online está atravesada por esa lógica, pero también por la de la marca personal. Las propias plataformas están concebidas para simplificar el mensaje: vídeos cortos, contenido espectacularizado. Esto conecta, una vez más, con la idea de que la gente no tiene tiempo, así que luchamos por su atención. Internet ha democratizado la información, pero si entendemos la comunicación como una conversación, diría que está muy lejos de haber democratizado el conocimiento”.
El problema, continúa Brandariz, es que en un contexto así, “vivimos en el presentismo de lo que no puede esperar, así que somos incapaces de proyectar hacia delante”. “Se responde a lo que se tiene que dar solución inmediata y se posponen conversaciones que no son urgentes desde la lógica del mercado, de la inmediatez, pero que sí nos permitirían, paradójicamente, abstraernos de esos mandatos del mercado y, de alguna forma, revertirlos. Se me ocurre, por ejemplo, contestar un mensaje a tu madre, a tu padre o a un amigo. Son mensajes que pueden dar más pereza, que casi nunca son urgentes, pero son justo estas personas las que nos salvan, después, en un mal día de trabajo. Sin embargo, como siempre están ahí, creemos que no se van a ir (como si pudiésemos controlarlo; también de esto va nuestra coyuntura: de creer que tenemos el control absoluto de las cosas)”.
Si tenemos 20 mensajes sin responder en WhatsApp, es coherente que se caiga en un bucle de acumulación que reduce el interés. Cuando se responda, entonces, se hará de forma automatizada. No podemos dar respuestas medidas, pausadas, sencillamente porque no tenemos tiempo
Algunos estudios afirman que las empresas estadounidenses pierden 2000 millones de dólares anuales como consecuencia de la falta de pericia comunicativa de sus ejecutivos, empeñados en duplicar informaciones, ser poco sintéticos y saturar a sus trabajadores. Otras fuentes señalan que, de media, un trabajador americano pierde cuatro horas por semana leyendo informaciones inútiles proporcionadas por su propia empresa. Dentro de estos ámbitos, se comienza a apostar por unos flujos de información más lentos y a menor escala, es decir, por revertir el fenómeno de la sobreinformación.
Si a nivel empresarial los consejos para lograrlo están claros (evitar la información basura y consensuar protocolos prácticos), a nivel personal, resulta mucho más complicado: “Tendríamos que repensar qué es tan urgente. Y entender también que, quizá, uno no tiene la necesidad de desconectar, pero es probable que quien reciba el mensaje sí. También se trata, en el fondo, de un ejercicio de empatía”, apunta Brandariz. Eso sí, concluye: “No se debe caer en la culpabilización del ciudadano. El ciudadano sobrevive con la realidad que viene dada. Es muy difícil sobreponerse a las estructuras, aunque hay espacio para el empoderamiento”.
La interfaz hace al usuario (y no al revés)
Aunque tiene fama de autor hermético, una frase de Wittgenstein ha llegado a imprimirse en tazas y camisetas: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Simplificándolo mucho, el vienés se refería a que buena parte de nuestro pensamiento y nuestras relaciones con el entorno se formulan a través del lenguaje, así que sus posibilidades son las que marcan el alcance de esos pensamientos y de esas relaciones. Y quien dice “lenguaje”, dice también los dispositivos, plataformas y aplicaciones a través de los que las palabras se reproducen y transmiten. Así que las interfaces estarían influyendo, también, en el tipo de mensajes que enviamos y hasta en lo que concebimos; o lo que es lo mismo: cuanto más usamos Twitter (X), con su límite de caracteres, más fácil es que nuestros pensamientos adquieran forma de tuit.
Contestar a tu madre, a tu padre o a un amigo. Son mensajes que pueden dar más pereza, que casi nunca son urgentes, pero son justo estas personas las que nos salvan, después, en un mal día de trabajo. Sin embargo, como siempre están ahí, creemos que no se van a ir
La psicóloga y escritora Lola López Mondéjar, autora de Sin relato (una crítica a la revolución digital), reciente Premio Anagrama de Ensayo, comparte esta tesis y explica que algo tan sencillo como los emoticonos “viene a sustituir la búsqueda de la palabra apropiada para responder a un mensaje”. Según Mondéjar, cuando no precisamos, cuando no matizamos nuestras emociones porque usamos formas de comunicación económicas, estaríamos “acabando con la profundidad de la comunicación misma, algo que uniformiza nuestros mensajes y nuestra individualidad”.
El problema es más grave de lo que parece, y afecta al núcleo de nuestra manera de sentir: “Esa conversación contigo mismo que conlleva la búsqueda de la palabra más justa para la expresión de una emoción o para la narración de un acontecimiento biográfico crea nuestro mundo interior, nuestra intimidad, que depende del uso del lenguaje interior. Sin ese lenguaje interior todo queda en un limbo, queda por fuera de lo simbólico y se olvida fácilmente o, de ser inmanejable el monto de emoción que conlleva, se transforma en síntomas”, detalla la escritora.
Solo alguien muy seguro de su posición económica y laboral puede permitirse usar a diario un ‘dumbphone’. O cómo el Nokia 3310 regresó convertido en símbolo de estatus.
Pero el funcionamiento simplificado y acelerado de las redes y los dispositivos no supone solo un empobrecimiento de nuestra propia conciencia y nuestra capacidad expresiva, sino que también dificulta el establecimiento de vínculos sólidos entre dos individuos. Una vez más, tal y como sucedió en las primeras grandes ciudades capitalistas durante el s. XIX, pero esta vez en las redes, el hombre en la multitud se encuentra solo y es incapaz de relacionarse con los demás: “Hemos perdido capacidad de atención y de escucha, la comunicación que establecemos en las redes sociales es unidireccional, busca un reconocimiento que necesitamos como seres humanos, pero no un intercambio con un otro singular y concreto, que responda a nuestro mensaje desde su propia subjetividad. El otro a su vez busca su propio reconocimiento en nosotros”, detalla Mondéjar.
Hemos perdido capacidad de atención y de escucha, la comunicación que establecemos en las redes sociales es unidireccional, busca un reconocimiento que necesitamos como seres humanos, pero no un intercambio con un otro singular y concreto
No por casualidad, fenómenos como el ghosting (y su modalidad de baja intensidad: dejar en visto) han proliferado recientemente, y es que cada vez escasean más las herramientas y la disposición para enfrentar conversaciones complicadas o exigentes como son, precisamente, las que ponen en palabras las dificultades o el acabamiento de una relación romántica.
“Esto tiene que ver con lo que he llamado el anhelo de no fricción que produce a la larga el uso sistemático de las redes, que lleva a muchos usuarios a instalarse en un mundo autocomplaciente y a huir de la frustración”, continúa Mondéjar. “He exportado el concepto de fricción de Anne Lowenhaupt Tsing a las relaciones humanas. Tsing observó que cuando dos o más culturas interaccionan se producen zonas de compromiso incómodo, un espacio de intercambio que puede ser conflictivo, pero también creativo, y dar lugar a transformaciones en todas las partes. Al huir de esa fricción en las interacciones personales nos negamos también la posibilidad de aprender de los intercambios profundos con los otros, de los que nos alejamos porque, necesariamente, el roce con el otro disminuye nuestro narcisismo”, afirma la psicóloga.
Aunque, al menos desde la invención de la imprenta y el desarrollo de la modernidad, el exceso de información se ha gestionado de distintas formas (enciclopedia, bibliotecas, gabinetes de curiosidades…), este nunca había tenido consecuencias tan profundas tanto para las comunicaciones que se envían y reciben como para quienes se comunican. ¿Cómo hemos llegado a este punto? Responde Mondéjar: “Las grandes empresas digitales solo tienen como objetivo ganar dinero, y nosotros nos hemos convertido en su fuente de ingresos más rentable. Además, acaparan nuestra atención, nos vacían de nuestra singularidad, nos roban nuestros datos para negociar con ellos y nos convierten en meros loros estocásticos (como llamó Emily Bender a los grandes modelos lingüísticos) que hablan, pero no razonan”. “Somos nosotros quienes hoy corremos el riesgo de convertirnos en máquinas y de pensar y hablar como ellas, sustituyendo el lenguaje humano por el lenguaje de las máquinas, y el pensamiento dialéctico y crítico al que aspirábamos desde la modernidad, a un estancamiento en modos binarios de pensar”, advierte la escritora.
¿Existe alguna manera de oponerse a todas estas inercias? Tenerlas en cuenta y ser consciente de ellas es el primer paso. Y, si bien, renunciar al uso de plataformas es un privilegio que pocos pueden permitirse, todavía podemos elegir qué tipo de conversaciones proponemos y a qué y a quiénes dedicamos una respuesta rápida o una escucha atenta. Podemos, en definitiva, seguir eligiendo cuidadosamente las palabras y luchando contra la aceleración también en este ámbito. Eso sí: es complicado ser optimista y lo cierto es que Kafka, hace más de cien años, no lo fue demasiado cuando escribió, respecto a aquellos fantasmas que ya entonces había detectado emboscados en toda comunicación a distancia: “Los fantasmas no se morirán de hambre y nosotros, en cambio, pereceremos”.