Los insultos xenófobos contra Yamine Lamal, Raphinha y Ansu Fati son el síntoma de una enfermedad que viene de antes y está inoculandose también desde el Congreso de los Diputados
El pasado sábado, tres jugadores del Barça tuvieron que aguantar insultos como “puto negro”, “puto moro”, “a vender pañuelos al semáforo”. Es el asco cocinado con rabia saliendo por la boca de quien, no sabiendo digerir la frustración por un resultado futbolístico (imagino cómo será en ámbitos de mayor relevancia), encuentra la violencia del odio como torrente por el que navegar sus propias miserias, incapacidades y xenofobia. Ellos son tres estrellas del fútbol, es fácil imaginar el efecto en tres migrantes que no tuvieran nada, ni papeles o idioma al que aferrarse.
El debate de la violencia en el fútbol es complejo y esencial porque es el deporte que tiene, quizás junto a cierta industria audiovisual, un enorme poder educativo y de transmisión de valores. Si hay una agresión sexual y nadie levanta una ceja, si no se va a una gala a apoyar a los compañeros porque el premio no es para mí, si podemos ir a jugar al mismo infierno a cambio de dinero, la transmisión chirría. Si se exige igualdad a costa de retratarse, si se honra el esfuerzo y no la chulería, si hay plantón a los países sin derechos para las mujeres o las personas, la transmisión florece.
Cuando se escuchan insultos y hay comportamientos de odio odiosos por parte de espectadores, lo que pueden hacer los clubes o La Liga es no dejarlo pasar, tener a árbitros más entrenados para pasar lo escuchado al acta, buscar el castigo del individuo. Tanto La Liga como Real Madrid y Barça no lo han dejado pasar en el caso del pasado sábado, algo que es esencial para una sociedad que está ya problematizando la migración y a los migrantes, según el CIS, y que es cada vez más racista y temerosa de quien sea diferente a mí, siempre que no me sirva para algo. A cada insulto racista le debería suceder una condena, como ya ha pasado, por ejemplo, con tres jugadores del Valencia que insultaron a Vinicius.
En 2023 los delitos de odio subieron un 21,35% en relación con 2022, según datos del Ministerio de Interior. Los referidos a racismo y xenofobia, con 856 casos, fueron los más numerosos y representaron el 40% del total de las denuncias (fuera de esa foto queda todo lo que ni siquiera se denuncia). Lo que se vio y escuchó contra Yamine Lamal, Raphinha y Ansu Fati es el síntoma, no la enfermedad. Esos insultos se pueden escuchar en la grada de un estadio, pero también en un atasco, o en una cola en el supermercado. La enfermedad viene de antes y está inoculándose también desde el Congreso de los Diputados, con mención especial a Vox y, por una incomprensible mimetización, al PP ‘transformer’ de Feijóo.
A la pregunta de Broncano deberíamos contestar que sí somos más racistas de lo que creemos. A la de machistas, el caso Errejón ha dejado claro que también, hasta para aquellos que, a través de discursos y teorías, salen a la calle disfrazados.