Un trueno rompe con la solemnidad del silencio dentro de la casa de Fátima. Se echa las manos a la cabeza. Chasquea con la lengua. Entre los espacios del tejado, cubiertos por ramas de árboles y hojas secas, se cuelan las gotas que caen del cielo encapotado de Tafeghaghte, en el Alto Atlas marroquí. Llueve fuerte. La mujer avanza por el interior de su cabaña y levanta la cabeza mientras vigila cada hueco: encima de las neveras, entre los utensilios de cocina y bajo el vacío que separa el zaguán de un dormitorio improvisado y provisto de mantas que simulan una cama. De pronto, deja de llover: “” (“Gracias a Dios”, en árabe), suspira. Huele a lluvia y los pájaros pían. Reina el silencio.