Como el monstruo que nunca deja de reaparecer en la escena final de las películas de terror, Trump vuelve a sorprender a todos y podría ganar unas elecciones tan disputadas como las dos anteriores. Sigue siendo el mismo de siempre, pero ahora con un mensaje aún más amenazante
Si gana Harris… si gana Trump: así puede cambiar Estados Unidos y el mundo
En el principio de todo, fue un programa televisivo de entretenimiento en 2003 el que lo creó como figura pública nacional. ‘The Apprentice’ era un ‘reality’ en el que jóvenes aspirantes a genios de los negocios competían ante un único juez, Donald Trump, un promotor inmobiliario muy conocido en Nueva York. Los creadores sabían lo que tenían que hacer. “Nuestro trabajo entonces consistía en hacer una ingeniería inversa del show para conseguir que él no pareciera un completo imbécil”, dijo un miembro del equipo de producción a los autores del libro ‘Lucky Loser. How Donald Trump Squandered His Father’s Fortune and Created the Illusion of Success’.
Esa misma sensación de ilusión –una fantasía difícil de creer– existió cuando presentó su candidatura a las primarias republicanas para las elecciones de 2016. Contra los pronósticos de los que habían cubierto las primarias desde décadas atrás, Trump fue el vencedor de la competición interna y después de las elecciones presidenciales. Algunos incautos creyeron que Trump se iba a moderar o adaptarse a las estructuras tradicionales del sistema político norteamericano. No podían estar más equivocados.
El mismo efecto de incredulidad tuvo su llegada a la Casa Blanca, que inició un período caótico de gobierno que se vio finalmente arrollado por la pandemia. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 fue uno de los episodios más violentos e inauditos de la política norteamericana desde los años sesenta. Parecía que el futuro de Trump había quedado amortizado de forma definitiva. Ya no había ingeniería inversa que pudiera ocultar que era un imbécil o, algo peor, un peligroso dinamitero de la democracia. Una vez mas, resultó un pronóstico errado.
En 2022, vuelve a parecer que está muerto o agonizando. Algunos de los candidatos promovidos por él en las elecciones legislativas son derrotados. Trump había presionado para que los republicanos eligieran a personajes estrafalarios o demasiado radicales. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, está en condiciones de arrebatarle la candidatura de cara a 2024. Hasta los medios de Rupert Murdoch toman nota de su declive.
En el colmo del descrédito, el tabloide conservador The New York Post, que siempre le había apoyado, coloca su anuncio de que se presenta a las primarias en la parte inferior de la portada con el titular “Florida Man Makes Announcement” (un hombre de Florida hace un anuncio) y envía la noticia a la página 26. “Sus niveles de colesterol son desconocidos, pero su comida favorita es un filete muy hecho con ketchup. Ha declararado que sus méritos para el cargo incluyen ser ‘un genio estable’. Trump también fue el 45º presidente”, dice el texto escrito con la única intención de burlarse de él.
Es otro espejismo. Trump convierte esas primarias en un paseo. El Partido Republicano está en sus manos y se ha convertido en una plataforma para su beneficio personal.
Ahora busca lo que era casi imposible en la política de EEUU en tiempos modernos. Regresar a la Casa Blanca después de no conseguir la reelección. Cuando Joe Biden se rinde a la evidencia de su frágil estado de salud, Kamala Harris tiene éxito en recabar el apoyo de todos los demócratas. Luego, se va desinflando. Trump parece descolocado al creer que tenía la victoria asegurada frente a Biden, pero pronto se recupera en los sondeos.
A 48 horas de la votación, es imposible saber con seguridad quién ganará. Hay un hecho indudable. Trump llega al día decisivo con mejores opciones que las que tuvo en 2016 y 2020.
Partidarios de Trump antes de un mitin en Wildwood, New Jersey.
Donald John Trump, 78 años, 1,90 de estatura, quizá algo menos sin alzas en los zapatos, casi siempre por encima de los cien kilos de peso, nacido en Nueva York y residente en Florida desde 2020, abstemio y gran devorador de hamburguesas (su comida favorita es un Big Mac, un sandwich de pescado también de McDonald’s, patatas fritas y un batido de vainilla, según su yerno), tres matrimonios, cinco hijos, un ego aún más grande que su aspecto. Un tipo obsesionado con la opinión que los demás tienen de él.
De joven, es un gran admirador de Richard Nixon, el presidente que más influyó en la política norteamericana de las décadas posteriores. De él, hereda el resentimiento personal contra las élites de la Costa Este que ningunearon a Nixon al principio y lo hundieron después. Y también el resentimiento contra la evolución de un país en el que los blancos no son los únicos que tienen sujetas las riendas del poder. En el fondo, quiere que EEUU vuelva ser el país que era antes en un mundo diferente que ya no volverá. Antes de que las mujeres y los negros reclamaran sus derechos.
No se puede entender a Trump, cuenta Maggie Haberman –la periodista de The New York Times que mejor lo conoce porque ha escrito sobre él desde que era un empresario neoyorquino–, sin recordar sus inicios en el distrito de Queens y sus primeros pasos siguiendo las huellas de su padre.
Un artículo de un periódico de Brooklyn en 1954 describe a Fred Trump como “un paria que se alimenta de la generosidad del Gobierno y estafa a sus inquilinos”. La empresa familiar se aprovecha de los planes del Ayuntamiento para promover la construcción de viviendas para la clase media y más tarde se ocupa de intimidar a los que viven de alquiler para mantener el valor de los pisos en el mercado. Lo que significa impedir que haya demasiados negros residiendo en zonas pensadas para blancos.
Ayudado al principio por préstamos personales de su padre, Trump extiende el poder de la empresa hasta alcanzar el éxito con la construcción de un rascacielos en la Quinta Avenida de Nueva York que inevitablemente llevará su nombre, la Trump Tower. Siempre con la idea de que su objetivo es ser millonario, pero lo realmente importante es aparentar ser millonario con el fin de codearse con el dinero viejo de Manhattan, que siempre lo ha visto como un arribista de Queens con más dinero que clase.
Trump en la inauguración de su nuevo casino en Atlantic City, New Jersey, en 1990.
“Sus principales intereses eran el dinero, el dominio, el poder, el acoso y él mismo. Para él, las normas y las leyes constituían trabas innecesarias, más que frenos a su conducta”, escribe Haberman en el libro ‘El camaleón’, publicado en España por la editorial Península. Como es habitual en los ochenta, construye su imperio sobre una montaña de deuda aprovechando el principio de que cuando debes decenas o centenares de millones a un banco, el riesgo no es sólo tuyo, sino también de la entidad.
Las reglas están para romperlas. Es capaz de tener contactos con la mafia de Nueva York –en esa época es casi imposible conseguir cemento y no tener problemas con los sindicatos sin asegurarse su apoyo– y ganar también la confianza del poderoso fiscal del distrito Robert Morgenthau, cuyos objetivos en los tribunales son peces más gordos que ese empresario sin escrúpulos.
Para los juegos sucios cuenta con la ayuda inestimable del abogado Roy Cohn, que echó los dientes como asesor del senador McCarthy en los años cincuenta. Es un personaje siniestro con una capacidad innata para moverse en el corrupto sistema de poder que rige en la ciudad. Trump nunca lo olvidará. Si Cohn siguiera vivo, yo aún sería presidente, dice a sus colaboradores después de su derrota de 2020.
En su trayectoria, siempre deja claro que sólo le interesa el presente. No se preocupa por pensar a largo plazo. La nostalgia es uno de sus rasgos personales y políticos. “Trump también vive en el eterno pasado”, cuenta Haberman en su libro. “Arrastra constantemente una ristra de agravios, o de quimeras de los buenos tiempos perdidos, e intenta forzar a los demás a revivirlos con él en el presente”.
Trump no ha olvidado a aquellos que le traicionaron en su primer mandato. Al principio, era consciente de su falta de experiencia política. Por eso, presumió de que iba a nombrar “un Gobierno de los mejores”. Si eran militares retirados con prestigio en los círculos conservadores, contaban el doble. El general James Mattis en el Pentágono. El general H.R. McMaster como consejero de Seguridad Nacional. El general John Kelly como secretario de Seguridad Interior y luego jefe de su gabinete. Rex Tillerson, consejero delegado de Exxon Mobil, como secretario de Estado.
Todos acaban hartos de su forma caótica de gobernar y de su asombroso desconocimiento del funcionamiento de la Administración. En sólo unos meses, Tillerson ya está pensando en dimitir y dice ante testigos que Trump es “idiota”. Menos de un año después de su dimisión, no tiene inconveniente en señalar que tenía que contarle que algunas cosas que pretendía hacer eran ilegales o violaban un tratado internacional. Lo describe como “un hombre bastante indisciplinado, al que no le gusta leer y no le gusta leer los informes que le preparan”.
Mattis dirá después que Trump es “el primer presidente en toda mi vida que no intenta unir al pueblo americano, y ni siquiera intenta fingir que lo intenta”. Le acusa de intentar utilizar al Ejército para sofocar las protestas políticas en el país.
Kelly es más duro. No tiene problemas en revelar conversaciones personales. Cuenta que Trump le dijo que necesitaba tener bajo su mando a “los generales de Hitler”, militares que cumplieran sus órdenes sin rechistar por brutales que fueran. “Ciertamente, el expresidente está en la extrema derecha, es realmente un autoritario y admira a los que son dictadores, lo ha dicho. Por tanto, sí entra dentro de la definición general de lo que es un fascista”, ha dicho este mes.
Trump llega al acto por el último aniversario del 11S en Nueva York.
A Trump le encantan los dictadores. Admira de ellos su capacidad para imponer su voluntad. “La prensa no soporta que diga que es una persona brillante”, ha dicho sobre Xi Jingping hace una semana en un mitin. “Gobierna a 1.400 millones de personas con un puño de hierro”. Piensa lo mismo de Vladímir Putin y Kim Jong-un. Son los tipos duros del planeta y él se encuentra en la misma categoría. Lo que más le enerva es que esos líderes no respetan a EEUU. “Él pensaba que Obama era un auténtico idiota”, ha comentado sobre Kim.
Trump no está dispuesto a que le ocurra lo mismo con los nombramientos del Gobierno si gana las elecciones. Exigirá lealtad absoluta y desde luego no le importará lo que digan otros gobiernos. Ha amenazado con imponer aranceles a la importación de toda una serie de bienes. La mayoría de los economistas afirma que eso provocará un fuerte aumento de la inflación. Para él, no es una cuestión económica, sino de poder.
Al igual que en su época de empresario, Trump cree que en todas las transacciones económicas –sea entre personas, empresas o estados– hay un ganador y un perdedor, alguien que engaña y alguien que es estafado. No cree que existan las relaciones comerciales en que ambas partes salgan beneficiadas. Lleva no años sino décadas afirmando que EEUU, la economía más poderosa del mundo, es timada por todos los demás países.
La retórica incendiaria de Trump le ha acompañado en todas las campañas en que ha participado. Ahora su lenguaje se ha hecho aún más vulgar y amenazante. Ha dicho que Kamala Harris ha sido “una vicepresidenta de mierda” o que está “mentalmente desequilibrada”. Ha prometido “deportaciones masivas”. Ha anunciado que hará una purga masiva en la Administración para expulsar a todos los que no le sean leales y que encarcelará a aquellos rivales políticos que, según él, manipulen el sistema de votación para negarle la victoria.
En una encuesta reciente de The New York Times, un 41% se muestra de acuerdo con la frase ‘la gente que se ofende con los comentarios de Trump toman sus palabras demasiado en serio’. Muchos de sus votantes republicanos no creen que vaya a hacer todo lo que promete y prefieren fijarse en el descenso de impuestos que ha asegurado que pondrá en marcha. Todos esos avisos sobre el peligro que supondrá para la democracia no les interesan tanto como su bolsillo.
Ayudado por ese impulsor de la desinformación que es el dueño de Twitter, Elon Musk, las mentiras y los bulos forman parte de su dieta básica, en especial para realizar ataques xenófobos. En 2016, declaró que los inmigrantes que llegan de México son unos “violadores”. En septiembre de este año, dice que los inmigrantes haitianos roban perros y gatos para comérselos en una ciudad de Ohio. Un periodista de Fox News le pregunta después si es consciente de que eso no es cierto. Lo he leído en algún sitio, contesta, pero sigue intentándolo: “¿Y qué hay de los gansos? ¿Qué pasa con los gansos? ¿Qué ocurrió allí? Todos desaparecieron”.
Está convencido de que da igual mentir. Sus partidarios no se lo tendrán en cuenta. Juega con sus resentimientos para mostrarles que él está dispuesto a hacer lo que otros nunca harán. Su confianza en sí mismo quedó plasmada en su frase más famosa de las primarias de 2016. “Podría plantarme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería ningún votante, ¿de acuerdo? Es realmente increíble”, dijo dos semanas antes de que empezara esa contienda.
Ocho años después, la frase no ha perdido valor. Trump está a punto de comprobar si será suficiente para volver a darle la victoria. Como ya se comprobó en 2020, no aceptará otro desenlace.