Anhelamos ser testigos de las cosas que nos fascinan porque la vista suele ser lo único que nos separa de la fantasía; pero hacen falta todos los sentidos a la vez para entender lo que nos rodea
Hay en mi pueblo un sensei de karate, Juan, que pasea siempre amarrado a Lucas, un chaval de cuarenta y tantos con discapacidad intelectual, metro noventa y pico y un pelo desangelado rizado y lleno de calvas al que todo el barrio adora. Juan es ciego desde que a mí me colgaba el karategi de los hombros a la cintura porque no los había de la talla de un niño minúsculo de ocho años. Entre los dos llevan un dojo junto a la plaza del olmo. Cuando uno no cuenta su historia los demás se la inventan por él. A lo largo del tiempo he escuchado a la gente decir que perdió la vista peleando contra un campeón de boxeo egipcio, que su invidencia fue el resultado de un accidente de moto, e incluso que si estaba ciego era de nacimiento. La cuestión es que Juan nunca habla de ello y actúa –y se mueve– como si todas esas historias que se cuentan sobre él fueran falsas y verdaderas al mismo tiempo, así que puedes imaginarlo en un ring enfrentándose a un árabe barbudo y robusto en un pabellón amuchedumbrado de espectadores sedientos de sangre; o verlo, perfectamente, salir volando de su Kawasaki Vulcan y despertando en la oscuridad días después; o naciendo ya con esos ojos grisáceos huracanados y virados al norte, aprendiendo a golpear en las tinieblas a enemigos invisibles.
Lucas es, a todos los efectos, su lazarillo. Le acompaña a todas partes e incluso narra las katas de sus alumnos en el ojo, describe con todo lujo de detalles cómo y qué hacen en todo momento mientras Juan asiente al aire, a veces mirando en la dirección correcta y a veces con la -no- mirada perdida por las paredes de madera veteada. Juan no ve nada, pero a veces parece que se hace el ciego; la mitad de las veces se anticipa a la narración y pone gestos de disgusto. A veces te corrige la postura a oscuras. Una vez me dijo que lo que más le molestaba no era no ver nada, sino perderse un tercio de las cosas; lo otro, decía, es lo que se oye y lo que se puede sentir. Las derrotas de los sentidos suelen ser ejemplares.
Por eso, a falta de lógicas o explicaciones buscamos otros resortes para asirnos de la realidad, para saber a dónde vamos cuando disociamos y crear en nuestras cabezas la imagen que necesitamos para que todo encaje. Como cuando te has perdido el concierto de tu vida y te lo cuentan tus amigos; como cuando la chica que te gusta te habla de lo guapa que se puso para salir una noche en Cuba y te faltan neuronas en la cabeza para imaginarla.
Lo que para uno es el hangetsu, para otros es una canción de los Red Hot o de Phil Collins, o una sombra de ojos una noche caribeña. Pasa con los puñetazos y las patadas como con la vida misma: que anhelamos ser testigos de las cosas que nos fascinan porque la vista suele ser lo único que nos separa de la fantasía; pero hacen falta todos los sentidos a la vez para entender lo que nos rodea, porque los ojos no entenderán de molinos si no les hablamos primero del viento.