Quién calló, quién sabía, por qué el silencio: el caso Errejón no interpela solo a un hombre o a un partido sino a una sociedad entera

Las condiciones que permiten hablar y denunciar son una tarea colectiva y una responsabilidad que deben asumir todos los actores implicados, desde las administraciones hasta las organizaciones, partidos o empresas. El trabajo debe ser constante porque busca evitar que exista la violencia, el acoso, el abuso de poder, el machismo

Hay, alrededor del caso Errejón, de los relatos de mujeres que poco a poco conocemos y de las decisiones políticas, muchas preguntas. Son preguntas que se deslizan en comentarios, conversaciones, redes sociales y artículos. Si era un rumor, ¿por qué alguien no habló antes o no tomó decisiones antes?, ¿alguien sabía algo?, ¿quién?, ¿alguien calló?, ¿por qué?, ¿y por qué ellas no denunciaron o señalaron antes? Estas preguntas pueden funcionar de dos maneras: como reproches y munición para una pelea, o como disparadores para una reflexión que seguimos teniendo pendiente como sociedad y, si es el caso, para señalar responsabilidades.

De las expertas y activistas centradas en la violencia sexual he aprendido muchas cosas, pero destaco ahora una: la denuncia no es un proceso individual, sino colectivo. Esta premisa, sin embargo, se obvia casi por completo, de manera que hablar, señalar y denunciar parece simplemente una tarea individual, la responsabilidad de una persona que, olvidamos, lleva sobre sus espaldas un daño que puede llegar a ser muy profundo.

Esa idea está tan instalada que, si bien en las últimas décadas –y con más intensidad en los últimos años– se han puesto en marcha planes de igualdad y protocolos contra el acoso en empresas y organizaciones, y se han reforzado los recursos para atender a la violencia sexual, de alguna manera se entiende que, una vez cumplido con el papel, con el trámite, la tarea está hecha y lo demás corresponde a las mujeres.

Nos encontramos, entonces, con que la responsabilidad parece recaer en las mujeres: somos nosotras las que únicamente debemos hacernos cargo de hablar, de contar lo que nos sucede, de emprender cualquier tipo de acción, de buscar justicia y reparación… o de callar. Porque ahí está la trampa y es que, hagamos lo que hagamos, habrá preguntas que sirvan para dudar de nuestra conducta. Por qué hablamos ahora y no antes, por qué antes y no ahora, por qué callaste, por qué denuncias ahora, por qué denunciaste tan pronto.

Responsabilizando individualmente a las mujeres se consigue un objetivo muy funcional para el sistema: fingir que nadie más tiene nada más que hacer ni puede hacer más. Es mentira. Las condiciones que permiten hablar y denunciar son una tarea colectiva y una responsabilidad que deben asumir todos los actores implicados, desde las administraciones hasta las organizaciones, partidos, movimientos sociales, empresas. No se trata de tener un papelito para cumplir con una norma o para poder excusarse en que se hizo algo, el trabajo para permitir la palabra y la denuncia debe ser constante porque es, en definitiva, un trabajo para evitar que exista la violencia, el acoso, el abuso de poder, el machismo, el racismo o la lgtbifobia.

¿Qué hacemos con los rumores?, ¿qué hacemos para eliminar de nuestros espacios las dinámicas de poder?, ¿hay diferentes raseros en función de quién se comporte cómo?, ¿qué grado de tolerancia mostramos con qué comportamientos?, ¿qué conductas premiamos, o cuáles obviamos?, ¿qué espacios de seguridad hay para hablar y compartir?, ¿qué necesitamos para indagar cuando existe una sospecha?, ¿qué garantías damos a quienes levantan la voz y a quienes las ayudan?

La interpelación debe llegar a todas partes, para que no suceda algo que, desgraciadamente, es muy habitual: que sean siempre otras mujeres (feministas) las que se encargan de abrir esos espacios o esas conversaciones, de intentar cambiar las dinámicas, y de pelearse contra la estructura. Los pactos de silencio entre hombres deben romperse y también los pactos de silencio o complicidades que aún operan en la política o en las organizaciones para proteger a cúpulas, a miembros importantes, o a esas propias estructuras, dejando de lado el sufrimiento y la experiencia de las mujeres.

A mucha gente aún le parece más fácil pensar en conspiraciones que simplemente creer la palabra de mujeres que, aun con riesgos y costes, se atreven a hablar de lo que han vivido. Esas mujeres son a veces, incluso, sus propias compañeras. A mucha gente le parece más fácil ver complot y sospechas que entender que incluso los hombres más inteligentes, amables o idealistas en un sentido pueden cometer actos machistas y agresiones. ¿Cómo va a hablar o a qué precio lo va a hacer una mujer si puede que su propio entorno la señale como a una loca o como una pieza dentro de una conspiración mayor?

Así que se trata de poner las condiciones para la palabra y la denuncia y de que lo hagamos constantemente: el silencio, el estigma, la verguenza, el miedo, la culpa, o los estereotipos machistas están tan arraigados y permean tanto nuestras formas de hacer y de pensar que solo si esa revisión y trabajo es permanente conseguiremos que las víctimas hablen y que creemos espacios libres de machismo, abuso, acoso y agresiones.

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