Reducir la jornada, crear un mundo donde el trabajo sea una de las cosas que hacemos con la vida, pero no la única, es la única manera de tener una fuerza de trabajo verdaderamente valiosa y competitiva en el siglo XXI
El tiempo todo lo cambia, sobre todo las costumbres sociales. En Grecia y en la antigua Roma las letrinas eran una cosa pública y no solo eso: eran un lugar de socialización. Así que cuando uno sentía la necesidad, aprovechaba para echar el rato también, con los amigos.
En la Edad Media aquello de charlar mientras hacías de vientre no debió parecer muy cristiano y la gente empezó a retirarse a una sala privada que solía haber al fondo de las casas, que tradicionalmente había estado reservada para la meditación y la contemplación en solitario y que se llamaba “retrete”, del latín “retractum” (lugar retirado).
De ahí que hoy llamemos así a los inodoros. El significado de una palabra que designaba un espacio se fue copiando a través de un fenómeno lingüístico que se llama “metonimia”, al aparato en sí y, de ahí, a cualquier lugar, retirado o no, donde se encuentre dicho aparato.
Lo mismo que pasó con los retretes, ocurrió con el trabajo. La palabra “trabajo” viene del latín “trepallum” que era, no es broma, un instrumento de tortura. Un utensilio formado por tres palos –de ahí “tri” “pallum”– en el que se crucificaba a las personas –generalmente a los esclavos– para torturarlas y, después, prenderles fuego.
De manera que tripalliare, el antecesor de trabajar, significaba torturar, o causar un sufrimiento o penuria extrema. Con el tiempo ese significado se terminó aplicando a las tareas que se realizaban en contra de la voluntad de uno y con gran esfuerzo y sacrificio, o lo que es lo mismo, al trabajo. En la edad media el trabajo se consideraba una forma de servidumbre de la que las clases altas estaban exentas.
No fue hasta el siglo XVII cuando los calvinistas dieron un nuevo significado al acto de trabajar como una forma de devoción o como respuesta a una llamada divina (vocación) y el trabajo empezó a ocupar el lugar que hoy en día tiene en la sociedad, como centro del sistema moral y de valores.
Y, sin embargo, en los últimos 25 años se ha producido otra transformación radical de la naturaleza del trabajo que todavía no hemos terminado de entender. Si entre los inicios de la revolución industrial y el final del siglo XX el trabajo fue, efectivamente, ese conjunto de tareas que se realizaban con resignación y esfuerzo, en el siglo XXI cada vez quedan menos empleos de esos que consisten en la repetición mecánica de una tarea que requiera de un esfuerzo que no puede hacer la máquina.
En el siglo XXI, las razones por las que las personas aportan valor en la economía están mucho más relacionadas con la generación de nuevas ideas o con el cultivo de determinadas relaciones entre personas, que con el sacrificio. El esfuerzo, esto es, el empleo de la fuerza –física o mental– ha quedado obsoleto frente a otras capacidades humanas, como la exploración, el cuidado o la creatividad.
Podríamos decir sin temor a equivocarnos que eso que llamamos hoy “trabajo” y, ciertamente, los trabajos del futuro, no tendrán absolutamente nada que ver con los trabajos que existían hace 100 años. Y así nos encontramos en una situación disparatada, donde tenemos un marco social y legislativo mucho más vinculado a ese significado original de instrumento de tortura que a la realidad del mundo del trabajo de hoy.
Esta es la razón por la que tenemos que avanzar con toda la determinación hacia una reducción drástica de la jornada laboral en todos los sectores. Porque el valor que aportan las personas en la economía ya no se puede medir en horas, ni se multiplica cuantas más tiempo pasan las personas atadas a su mesa. Al contrario, los trabajadores son más valiosos (en todos los sectores) cuanto más conectados, más formados, más activos, cuantos más intereses ajenos a la empresa mantienen, cuanta más capacidad de sacar proyectos adelante tienen y cuanto más mundo conocen.
Y todas estas habilidades se obtienen fuera del horario laboral. Si queremos ser un país puntero en la economía del siglo XXI necesitamos mucha más gente formándose, mucha más gente inventando, mucha más gente poniendo en marcha cosas que todavía no existen. Mucha más gente cuestionando el status quo e inventando otras maneras de vivir, otros hábitos, otros iconos, otras tendencias.
Reducir la jornada, crear un mundo donde el trabajo sea una de las cosas que hacemos con la vida, pero no la única, es la única manera de tener una fuerza de trabajo verdaderamente valiosa y competitiva en el siglo XXI.