La complejidad de la violencia machista y el caso de Íñigo Errejón

El feminismo sostiene que el machismo es estructural y no depende de ideologías o discursos, sino que atraviesa todo el sistema, y este tipo de situaciones lo confirma

El caso de Íñigo Errejón ha sido motivo de intenso debate público, no solo por la naturaleza de las acusaciones de violencia machista en su contra, sino por el dilema que plantea cuando estas acusaciones afectan a una figura que se autodenominaba abanderado de una serie de valores progresistas a los que no ha sabido responder. Esta situación saca a la luz una paradoja: ¿cómo debe abordarse el tema de la violencia de género cuando la figura señalada es alguien que, en teoría, defiende las reivindicaciones del feminismo? No hay una respuesta simple a esto, pero sí se plantea una serie de reflexiones sobre la coherencia entre el discurso y la acción, especialmente en aquellas personas que tienen el rol de la representación política, ya que, a medida que la sociedad se vuelve más crítica frente a los abusos de poder, la necesidad de coherencia entre el discurso público y las acciones personales se hace cada vez más evidente.

Ahora bien, las acusaciones de agresiones sexuales contra figuras públicas como Errejón no solo son graves por su naturaleza, sino que los relatos detallados de estos casos han mostrado el carácter sórdido y violento de los actos denunciados, revelando un abuso de poder en su forma más cruda. Estos relatos exponen prácticas de control y manipulación emocional que van más allá del ámbito privado haciendo uso de sus privilegios, mostrando hasta qué punto el machismo y la violencia de género están naturalizados en todas las esferas. Al destapar estos detalles, no solo se demuestra la realidad del machismo estructural, sino también la fragilidad de las barreras que, en teoría, debieran proteger a las víctimas de la violencia. La sociedad, que antes podía ignorar o minimizar estos comportamientos, enfrenta ahora una representación ineludible de los efectos del abuso, lo que exige un replanteamiento urgente de cómo respondemos como comunidad a la violencia de género y el papel que jugamos en tolerarla o confrontarla.

Otro punto clave para este análisis, es que este tipo de casos tiene repercusiones que trascienden lo personal y refuerzan las denuncias que el feminismo lleva haciendo por décadas: la violencia machista no discrimina y está presente en todos los ámbitos, incluso entre aquellos que se identifican como aliados. Para el activismo feminista, lejos de representar un golpe, el caso de figuras públicas como Errejón acusadas de abuso subraya la magnitud del problema. El feminismo sostiene que el machismo es estructural y no depende de ideologías o discursos, sino que atraviesa todo el sistema, y este tipo de situaciones lo confirma.

Lejos de debilitar al movimiento, estos casos muestran que la violencia de género y el abuso de poder forman parte de una misma lógica de dominio y control, que afecta tanto a quienes lo sufren como a la credibilidad de los discursos por la igualdad cuando estos no están respaldados por un compromiso auténtico. Así, el movimiento feminista reafirma que la lucha contra el machismo exige coherencia y acciones reales, más allá de las palabras, especialmente entre aquellos que tienen posiciones de poder y una responsabilidad pública en su defensa.

Sin embargo, las acusaciones contra Errejón crean una disonancia significativa en la opinión pública y entre sus seguidores, al ser un político que se había apropiado en la plaza pública de un discurso en favor de la igualdad y contra la violencia de género. Este tipo de casos presentan una contradicción profunda: ¿cómo puede alguien que dice representar y promover la justicia social y los derechos humanos perpetrar conductas machistas y violentas? 

Y es que la falta de coherencia entre discurso y acción personal de figuras políticas puede tener efectos devastadores en la confianza del público, generando una percepción de hipocresía y falta de compromiso real. En este caso, la situación cuestiona no solo la integridad de Errejón, sino la de su entorno, mostrando cómo el comportamiento personal de un líder puede tener implicaciones profundas en la credibilidad de su mensaje y en la percepción del respeto que este tiene hacia sus votantes. 

En cuanto a la cobertura mediática de este caso podemos ver que ha sido diversa, con medios que han optado por cubrir las acusaciones desde un perfil bajo, otros han mostrado mayor interés en el impacto que puede tener en el trabajo por la erradicación de la violencia de género en España, mientras que otros han asumido un rol bastante amarillista y poco ético acudiendo a temas o personas que no corresponden a la lógica informativa sobre el caso. Este comportamiento de los medios también refleja cómo la narrativa puede moldearse según la ideología o afinidad política de cada medio, lo que afecta la percepción pública y su posicionamiento sobre estos temas.

En paralelo, las redes sociales han sido el espacio donde la ciudadanía ha expresado de manera más directa su indignación, evidenciando que las plataformas digitales tienen el poder de cuestionar el papel de figuras políticas en temas de violencia de género y exigir respuestas y responsabilidades. En este caso, la voz pública a través de redes ha sido clave para dar continuidad al caso y para recordar que la violencia de género no tiene excepciones ideológicas ni partidistas ni de estatus social.

Así pues, este caso nos enfrenta a una reflexión importante: más allá de los discursos y las afiliaciones políticas, la lucha contra el machismo requiere un compromiso auténtico que trascienda las palabras y se vea reflejado en acciones personales y colectivas. La sociedad actual, cada vez más consciente y crítica, exige coherencia entre los principios defendidos y las conductas personales, especialmente de quienes ocupan posiciones de poder e influencia. Las contradicciones entre el discurso político y las acciones privadas de figuras públicas no solo erosionan la confianza en la política, sino que evidencian que el machismo sigue presente en todos los rincones del sistema.

Para los movimientos y partidos que se posicionan en defensa de la igualdad y la justicia social, no basta con evitar conflictos de imagen: es imprescindible demostrar que sus representantes viven los valores que proclaman. Esta coherencia ética es esencial para avanzar en la erradicación del machismo y para construir una política que no solo hable de justicia y respeto, sino que los encarne. La lucha contra la violencia de género no admite excepciones ni ambigüedades; exige integridad y un compromiso inquebrantable que, ahora más que nunca, debe ser una prioridad real y visible en todos los ámbitos.

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