Desde el principio, las críticas y las sospechas cayeron sobre ella, pero también sobre la ola de sororidad que la defendía, no solo como causa concreta sino como caso emblemático de una justicia patriarcal y de una sociedad con demasiados tics machistas
15 años de periplo judicial: la cronología del caso Juana Rivas
Juana estaba en la casa de muchas allá por agosto de 2017. Ese verano, una mujer decidía rebelarse contra la decisión de un juzgado de otorgar la custodia de sus dos hijos a su padre, a quien había denunciado por violencia de género. El hombre ya había sido condenado por lesiones en el ámbito familiar en 2009 y ambos se separaron. Hubo reconciliación y la pareja vivió junta en Italia, de donde es el hombre. Tiempo después, ella, aprovechando unas vacaciones en España con sus hijos, decidió quedarse para “huir de la violencia” que su expareja había retomado. Ella y sus hijos seguían, de hecho, un programa para mujeres víctimas de violencia de género en su pueblo, Maracena (Granada). Nada de eso sirvió: la custodia fue para él. Esa mujer, Juana Rivas, decidió entonces desaparecer durante un mes con sus hijos para evitar la entrega al padre, por temor a las consecuencias para ellos.
‘Juana está en mi casa’ se convirtió entonces en un lema de solidaridad –o, más bien, de sororidad–, de empatía, en un grito que señalaba los sesgos de género de la justicia y la indefensión en la que llegan a quedar muchas víctimas, también sus hijos. Esa indefensión que llevaba (y lleva) a algunas mujeres, incluso, a huir.
‘Juana está en mi casa’ hablaba de lo que quedaba por hacer para combatir la violencia machista: formar a la judicatura, tener en cuenta que los hijos son víctimas aunque no hayan presenciado violencia física (y actuar en consecuencia), extender la noción de que un maltratador no es un buen padre, confiar en la palabra de los y las menores, acabar con los falsos síndromes y con los prejuicios que convierten a las madres en terribles manipuladoras y perturbadas.
Pero Juana no estaba en todas las casas. Desde el principio, las críticas y las sospechas cayeron sobre ella, pero también sobre esa ola de sororidad y cuestionamiento de la justicia. “Está mal asesorada”, era una de las frases recurrentes. El ‘estado de derecho’ era uno de los sintagmas más invocados. ‘Estáis yendo demasiado lejos’ era el subtexto de aquellas críticas contra Juana Rivas y contra el movimiento que la defendía a ella, no solo como causa concreta sino como caso emblemático de una justicia patriarcal y de una sociedad con demasiados tics machistas totalmente interiorizados.
Una acusación contra Arcuri
Han hecho falta siete años, una condena de cárcel para Rivas de cinco años y de seis de inhabilitación de la patria potestad (reducida luego a la mitad por el Supremo) sin que se hubiera investigado su última denuncia por maltrato, sentencias llenas de expresiones misóginas y medias verdades, dilaciones injustificadas de la justicia española e italiana, ocho denuncias contra Francesco Arcuri por maltratar a sus hijos que fueron archivadas, la separación de los hermanos en la última decisión de un tribunal sobre su custodia, entre otras cosas (sí, aún más), para que el caso haya cambiado de rumbo.
Hoy sabemos que la Fiscalía de Italia acusa a Arcuri de maltratar a sus hijos, al someterles “habitualmente a violencia física, vejaciones, insultos y amenazas”. La acusación pública defiende que el hombre no puede tener la patria potestad del hijo pequeño, que sigue con él en Italia, y solicita siete años de cárcel. En 2017, los dos hijos de Juana Rivas tenían 3 y 11 años. Hoy tienen 9 y 16. A pesar de su edad durante este tiempo, nadie puede reprocharles silencio o conformismo. Los niños hablaron, o lo intentaron, relataron episodios violentos con su padre y su oposición a vivir con él. Pero tampoco nada de eso sirvió.
Gabriel, el hijo mayor de Rivas, volvió a hablar hace unos días. Lo hizo en un comunicado y en un vídeo que hizo llegar a la Fiscalía de Cagliari. Sus palabras son esclarecedoras sobre hasta qué punto la palabra de la infancia o no se escucha o es siempre puesta en duda. “Estoy aquí para expresar lo que durante muchos años no he podido expresar, lo que mi hermano ahora no puede expresar (…) En 2017 me arrancaron de mi casa, que es mi madre. Él vive con un maltratador a su lado, tiene miedo de expresar estas cosas (…) él se siente en riesgo de muerte, yo me he sentido en riesgo de muerte”.
Siete años y muchos cambios
Leyendo el escrito de la Fiscalía y escuchando las palabras de Gabriel parece más fácil entender algunas de las consignas y discursos que el feminismo trató de articular alrededor del ‘Juana está en mi casa’. El problema es que, entre un punto y otro, ha estado la vida de una mujer y de dos niños. El problema es todo lo que tiene que suceder para que sean más los que se dignen a escuchar y tener en cuenta lo que dicen muchas mujeres, muchas expertas, muchas profesionales, muchas activistas que acompañan en el día a día casos similares o diferentes.
Sigue siendo más fácil soltar un “está mal asesorada” o un “cómo se le ocurre huir con sus hijos” o un “seguro que el niño dice eso porque está manipulado” que entender los mecanismos que sostienen el machismo y su violencia, y de qué manera nuestras ideas, nuestras leyes, nuestra justicia o nuestros servicios sociales están atravesados por sesgos de género que causan terribles daños, por acción o por omisión.
Sigue siendo más fácil, pero queremos pensar que menos que en 2017. En estos siete años también han sucedido muchas otras cosas –algunas tremendamente graves– que han permitido cambios. Hay niñas y niños que han sido asesinados por sus padres maltratadores durante sus custodias. Hay madres en procesos judiciales por haber denunciado abusos sexuales sobre sus hijos. Ha habido un Pacto de Estado contra la Violencia Machista, una Ley. de Infancia, una Ley de Libertad Sexual. Un movimiento feminista movilizado, dos huelgas, protestas masivas por el caso de ‘la manada’. Quizá ahora Juana estaría en más casas todavía.