La actual presidenta de la Comunidad de Madrid es continuadora de esta forma de ver las cosas, y hoy su gabinete está a la cabeza de la ofensiva contra las universidades públicas. Pero no sé a quién le sorprende
Durante las movilizaciones de los años sesenta y setenta en España, en aquel tiempo de lucha por la recuperación de la democracia, una de las consignas más populares fue aquella que decía “los hijos de obreros queremos estudiar”. Un manifiesto importante de aquella época fue el que escribió Manuel Sacristán en 1966, titulado ‘Por una universidad democrática’. Su lectura tiene hoy, casi sesenta años después, un impresionante tono de actualidad.
Este documento, que tuvo mucha influencia en la lucha contra la dictadura, resaltaba que la enseñanza superior “debe dejar de ser un privilegio reservado a las clases económicamente altas y sobre el cual se funda además un segundo privilegio: el de reservar a sus miembros, único sector de la población que consigue normalmente títulos académicos, importantes funciones de gestión social”, para inmediatamente reclamar “un gran aumento del número de plazas de la enseñanza superior y la destrucción de las barreras clasistas, manifestadas ya en la enseñanza media, que funcionan hoy como irracionales criterios de selección de la juventud”.
Las luchas políticas y sociales de aquella generación permitieron sentar las bases de una educación universitaria de base social más amplia y menos elitista. Gracias a ello el acceso a la universidad se democratizó –se popularizó–, hasta el punto de que, efectivamente, los hijos de los obreros pudieron por fin ir a la universidad. De hecho, muchas de las personas de mi generación no hubiéramos podido acceder a la universidad si esta no hubiera tenido una naturaleza pública. Mi padre y mi madre, por ejemplo, no se hubieran podido permitir mandar a sus dos hijos a una universidad privada. Quizás, como ocurre actualmente en el mundo anglosajón, hubieran tenido que endeudarse brutalmente o, más probablemente, resignarse a que aquel espacio universitario estuviera copado sólo por las familias más pudientes. Para fortuna de mi generación, en España las cosas discurrieron de otra manera.
El problema, subrayarían muchos años después los promotores del Plan Bolonia –un programa que reformuló la educación universitaria a inicios de siglo–, es que las economías europeas, y especialmente la española, no necesitaban tantos universitarios. En ese diagnóstico no les faltaba razón, pues el sistema económico –y el modelo productivo español en particular– lo que demandaba eran puestos de trabajo poco cualificados y mal pagados en sectores como el turismo y la construcción. El sistema universitario, nos decían, generaban excedentes de personadas versadas en filosofía, sociología, historia, y un largo etcétera encabezado sobre todo por las ramas de humanidades. Había que hacer algo.
A poco que se piense, el sistema productivo sólo está interesado en la producción de valor económico, para lo cual la formación intelectual de la persona trabajadora puede ser incluso un inconveniente. Esto es algo que los primeros liberales tuvieron siempre muy presente, aunque produzca rubor recordarlo. Por ejemplo, uno de los fundadores de la nación estadounidense, Thomas Jefferson, toleró que los esclavos de su plantación en Virginia pudieran aprender a leer papeles impresos, pero se negó rotundamente a que pudieran aprender a escribir –lo que les hubiese concedido la capacidad de falsificar documentos para liberarse del yugo al que el revolucionario demócrata les tenía sometido–.
Las sociedades actuales son más complejas y requieren de mano de obra cualificada en muchos sectores, y además con competencias en continua actualización, razón por la cual pocos liberales modernos renunciarían a que existieran centros de formación avanzada. Pero lo que sí prefieren es que la formación de la clase obrera y la formación de las elites discurra por canales distintos y, además sea un negocio y no un recurso monopolizado por la comunidad –el Estado–. De hecho, lo que el Plan Bolonia promovió fue la profundización de categorías jerárquicas dentro de la propia educación universitaria. Por un lado, existiría un conjunto de estudiantes que terminarían únicamente el grado en pocos años. Por otro lado, existiría otro conjunto de estudiantes que además accedería al posgrado empleando algún tiempo más y, sobre todo, una inversión económica considerablemente mayor. Aquí volvía a resurgir el clasismo, por supuesto.
La actual presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso, es continuadora de esta forma de ver las cosas, y hoy su gabinete está a la cabeza de la ofensiva contra las universidades públicas. Pero no sé a quién le sorprende. Aquellas conquistas de los años sesenta y setenta fueron históricamente contingentes, es decir, que siempre podían revertirse si la correlación de fuerzas cambiaba. Y eso es precisamente lo que está sucediendo, pues los tres grandes pilares del Estado Social (educación, sanidad y pensiones) están continuamente amenazados por parte de los actores políticos que representan la pulsión ciega de la maximización del beneficio privado. Estos pilares son caramelitos para un entramado empresarial que puede también prestar esos servicios, probablemente de menos calidad hoy en día, pero, sobre todo, al coste de excluir a los sectores menos favorecidos de la sociedad. Hijos e hijas de la clase obrera volverían a quedarse fuera.
Uno de los problemas más graves que enfrenta la universidad pública es la precariedad de su profesorado, especialmente el de menos de 45 años, que trabaja por salarios que en las grandes ciudades no cubren ni para el alquiler y la comida. Eso es consecuencia no sólo de un sistema organizativo muy mejorable sino, sobre todo, de la falta de presupuesto. Pero no es un accidente, sino una estrategia concertada para que lo mejor que tiene la universidad, su calidad encarnada en el profesorado y en las instalaciones, se devalúe o, en el caso de los profesionales, se marche a cualquier otro sitio. ¿Quién le va a echar en cara a un profesor universitario con doctorado y 40 años que deje su trabajo de 1.500 euros al mes si le ofrecen algo mejor fuera?
Esta es la estrategia: devaluar el servicio público e hinchar el privado para que, andando el tiempo, las muchas universidades privadas que emergen como setas puedan, o al menos algunas de ellas, ser competitivas y atractivas por su calidad. Y entonces la transferencia de recursos estará completa y los estudiantes también estarán segregados por clase social. A la privada irán los que se lo puedan permitir, y a la pública el resto. Se habrá completado lo que David Harvey llamó “acumulación por desposesión”, esto es, la privatización progresiva y descarnada de los recursos públicos. Ese y, no otro, es el objetivo de Ayuso. Aunque, para decirlo todo, nunca ha sido un secreto.